Por
Lic. Gabriel Padin
Politólogo – Profesor FSOC y CBC (UBA)

El conflicto actual en el Este de Ucrania, zona denominada “Donbass”, no puede reducirse a un litigio aislado entre ese país y Rusia; no alcanza con rastrear sus antecedentes en 2014, cuando surge el conflicto armado luego de la destitución del primer ministro pro ruso Víktor Yanukóvich. Esta es solo una escena de una película más larga.

Por supuesto, esto se relaciona con la historia reciente de Ucrania y se enmarca en el sistema político internacional surgido post disolución de la Unión Soviética. Las actuales consecuencias de este hecho muestran la culminación del orden instaurado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Si Finlandia y Suecia ingresan a la OTAN, no solo será el abandono de décadas de posición neutral en el conflicto Este-Oeste: también será el tiro de gracia al orden surgido en las conferencias de Yalta y Potsdam.

Ahora bien, si observamos la Ucrania independiente surgida en 1991 hasta nuestros días, se aprecia la lucha constante entre dos facciones que buscan imponerse una sobre otra. Una facción que se piensa más europea que rusa, pro occidental, cristiana apostólica romana, que habla el idioma ucraniano y habita mayormente al oeste del río Dniéper; la otra, ubicada al este del país, ruso parlante, cristiana-ortodoxa, que se percibe más rusa que ucraniana, y que reivindica los siglos de historia compartida entre ambos países.

Con respecto al contexto internacional, ya en el año 1994, el ex secretario de estado norteamericano Henry Kissinger clama en su clásico libro La Diplomacia, por un acercamiento y afianzamiento en la relación entre Estados Unidos y la OTAN con la nueva Federación Rusa para cimentar las bases de un nuevo orden mundial:

“En semejante plan, la Alianza del Atlántico establecería un marco político común y ofrecería una seguridad general (…) Los proyectos políticos y económicos comunes dominarían, cada vez más, la relación entre el Este y el Oeste”.

Tres años después, otro peso pesado de la política exterior norteamericana como George F. Keenan escribe en el New York Times:

“La opinión, expresada sin rodeos, es que expandir la OTAN sería el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la guerra fría. Se puede esperar que tal decisión inflame las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa”.

Sin embargo, tal como muestra el mapa de expansión de la OTAN, esta no detiene su marcha, absorbiendo a la mayoría de los países que antiguamente han conformado el Pacto de Varsovia. Más que una política de seducción e integración, se efectúa un cercamiento que pone en jaque la seguridad estratégica de Rusia confirmando los peores presagios.

Esta es la razón principal citada por Vladimir Putin en su discurso del 24 de febrero, para fundamentar la intervención armada rusa sobre Ucrania. También resalta allí los más de trece mil muertos a manos del Batallón Azov: una fuerza paramilitar neonazi que previamente a la intervención rusa era repudiada y condenada por todos los países. Luego, la prensa internacional monta su operación de blanqueo y trata de convertir a esta agrupación en supuestos paladines de la libertad ucraniana.

Hablar de este trasfondo no minimiza la gravedad del enfrentamiento armado con sus miles de muertos, heridos, refugiados y la destrucción casi total de un país. Puede sonar insensato, pero el debate ético no forma parte del análisis geopolítico de las relaciones entre Estados ¿Acaso alguna vez Estados Unidos pidió disculpas al ver amenazada su seguridad estratégica? ¿Lo hizo al llevar al mundo al borde del desastre nuclear en la denominada “crisis de los misiles” en Cuba? Sin duda, el paradigma de “la raison d’etat” ha sido, es y seguirá siendo el fundamento de mayor peso en el concierto internacional de las relaciones entre Estados.